
Necesariamente tiene que ser una utopía
En alguna ocasión he leído que el arma más poderosa que existe son nuestras ideas. La palabra “idea” es amplia y versátil, un concepto situado en el centro del bien y del mal que alude a los pensamientos de la totalidad humana. Por otro lado, la palabra “arma” – como amenaza o como escudo – en el más común de los casos, connota violencia. Si la palabra “idea” se sobrepone a las armas, el concepto adopta una autoridad indudable, consintiendo un poder relativo a todo aquel/a que tenga la capacidad de pensar por sí mismo/a.
La materialización de las ideas humanas ha conformado y deformado las culturas a lo largo de los siglos. Los pensamientos y hechos colectivos han marcado el ritmo de la historia y han provocado los cambios más irrevocables. Sin embargo, la colectividad de nuestro pensamiento se ha ido fragmentando lentamente, acercándonos a una realidad que, con permiso de Orwell, ha alcanzado la distopía. Si abandono la soberbia que caracteriza la especie a la que pertenezco, puedo afirmar que nuestras ideas son los elementos más sensibles a ser corrompidos, delimitados y condicionados. Esta manipulación se da de una forma sutil, casi imperceptible, inyectando un suero implacable llamado sistema. Por ello, la romántica exaltación del poder de los ideales por encima del de las armas puede llegar a ser una acción obsoleta y profundamente demagógica. Entonces, si tomamos consciencia de nuestra posición sometida, ¿cómo podríamos oponernos al sistema?
Para Cristòfol Pons (Menorca, 1981) la respuesta a esta pregunta solo tiene una única vía posible: la revolución. El proyecto expositivo “Necesariamente tiene que ser una utopía” presenta una serie de pinturas que reflexionan sobre el proceso revolucionario desde sus orígenes, aquel que alude a los actos iracundos de la población que se revela contra un sistema opresor.
En conversaciones con el artista, él mismo me desvela que su proceso creativo se basa en sublevar sus propios pensamientos. Así, esta auto-insurrección consciente le permite representar imágenes donde mujeres encapuchadas y armadas declaran su ira mediante gestos destructivos, a favor de la verdadera libertad, el feminismo y la anarquía. El anonimato de estas figuras representa la colectividad de pensamiento, dado que no se les reconoce como individuas, sino como un ser común y poderoso.
Cristòfol Pons combina el lenguaje del comic con el imaginario colectivo de los años ochenta para plasmar escenarios que provocan una sensación casi sinestésica. La representación visual del humo, las explosiones y el movimiento consigue crear un ambiente donde la revolución ha vencido al opresor, donde el anarquismo ha ganado. Así, los sentidos del/la espectador/a llegan a percibir las sirenas, el ruido de los coches, los megáfonos y los disparos entre la multitud. Sin la presencia de estos elementos, el acto revolucionario se desvirtúa, convirtiéndonos en seres dóciles y maleables.
De igual manera, elementos como textos y coordenadas están presentes en las pinturas, representando las ideas de las insurrectas mediante grafitis hechos con spray, así como la posición de los edificios simbólicos del sistema capitalista actual, los cuales se reproducen destruidos como signo de derrota. El estilo pictórico y las imágenes utilizadas permiten al/la espectador/a comprender el mensaje mediante un lenguaje reconocible, y así entender qué está ocurriendo en cada una de las pinturas, y sobre todo el porqué.
Así, la obra de Cristòfol Pons pone de manifiesto la energía destructiva que se necesita para hacer frente a la violencia del sistema, el cual desarticula la colectividad y modera nuestros actos, incapacitando cualquier mínima intención de oposición y desorden.
De una forma casi imperceptible, la estructura de la que formamos parte inculca la individualidad como único modo de residir en el mundo, haciendo que el pensar colectivo y el futuro anárquico y feminista sea una posibilidad utópica e inalcanzable.
El sistema nos infantiliza y nos enfrenta, provocando que no pongamos resistencia a su consolidación. Así, legitima nuestra obediencia, haciéndonos creer que la revolución armada de la multitud poderosa y reactiva no es posible, que necesariamente tiene que ser una utopía.
Belén Martínez

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