
Como un subwoofer en el botellón
Conocí a Samuel Almansa hace un par de años, la noche de su primera exposición individual. La propuesta que presentaba era algo que yo no había visto nunca. Los colores y las formas calaron hondo en mí, y no me sorprendió ver que fue mucha la gente que reaccionó igual ante aquel debut. Los meses posteriores descubrí a Samuel como artista a la par que como persona, y la amistad que fuimos construyendo me reveló una obra muy prolífica y transversal, fruto de una mente rabiosamente creativa, con millones de cosas que contar. Ambos coincidimos en que debía encontrar su propia manera de hacerlo.
La primera vez que Almansa tuvo un aerógrafo fue a los doce años, cuando su hermano mayor se lo regaló. Aquel aparato, cuyo objetivo era pintar la chapa de los camiones, se quedó en un cajón durante más de diez años, arrinconado frente a las múltiples técnicas con las que el artista, en aquel momento incipiente, quiso experimentar. Medios y soportes como el vídeo, el dibujo, el spray o los murales han nutrido la obra de Samuel Almansa, sin satisfacer del todo su constante inquietud sobre el arte y su propia función.
Los numerosos viajes humanitarios de los últimos años, completamente alejados del lugar y el contexto donde creció, le permitieron reflexionar sobre el propósito del acto creativo, descubriendo que el hecho de pintar, la propia creación, es el propósito en sí mismo. Este punto de inflexión supuso la reconciliación con las imágenes de su pasado, con aquello que él conoce y conforma su historia. Su barrio, sus raíces, su gente y sus recuerdos empezaron a ser el principal objeto de interés, volvieron a alimentar su genio, liberando una parte de él mismo que nunca hasta entonces había tenido cabida en su obra. Dicho proceso fue acompañado del redescubrimiento del aerógrafo, ya no solo como una herramienta puramente funcional, sino como el medio que le permitía plasmar de manera plástica el punto de inflexión que había experimentado en esa última etapa. Aquel cambio de paradigma transformó su estilo de manera inevitable, dando paso a una nueva etapa figurativa, radical, y profundamente honesta.
Como un subwoofer en el botellón es el último proyecto de Samuel Almansa y, hasta la fecha, el más personal. La exposición, de carácter puramente pictórico, muestra una serie de imágenes de naturaleza costumbrista que automáticamente crean un nexo entre generaciones, poniendo ante el/la espectador/a cada símbolo de identidad de una época, un contexto específico, una determinada forma de vivir, vinculándose automáticamente con una amplia memoria colectiva.
El Arenal de Palma, el barrio donde Almansa creció, conforma gran parte de la amplia periferia de la ciudad, un lugar donde numerosas familias trabajadoras construyeron su hogar, muchos de ellos trasladándose de la península a la isla décadas atrás. A su vez, la zona es una de las áreas marítimas más próximas al centro, y está dedicada al turismo casi en su totalidad. Las tiendas de souvenirs a pie de playa acumulan objetos propios del kitsch por antonomasia, a la vez que, en algunas calles paralelas, duermen los camiones que empiezan su jornada laboral a las cinco de la mañana.
Esta doble vertiente obrera y turística conforma la idiosincrasia de la zona. Las imágenes del reverso de las toallas, cada una más excesiva e impersonal que la anterior, se mezclan con el costumbrismo del interior de los hogares, hogares como el de Samuel Almansa, donde su madre cuidaba a él y a sus hermanos mientras su padre conducía el camión de sol a sol. Así, en su mente conviven activamente los botellones, los futbolines, el techno, las motos y el reggaeton con los bares de bandera y carajillo, con las estampas de vírgenes y cadenas de oro como herencia familiar. Estos elementos no son solo imágenes, en su mente son sonidos, sensaciones, experiencias y vínculos emocionales que erigen quién fue y será Samuel Almansa pero, sobre todo, quién es hoy.
Aunque aparentemente sean conceptos contrarios, en esta exposición Almansa nos presenta una “normalidad radical” que se subleva conscientemente contra la negación de su origen y sus raíces, aquellas que durante tanto tiempo quiso esconder para encajar en la denominada “alta cultura". Como es sabido, el sistema del arte contemporáneo es una red intrincada e inaccesible, donde solo algunos privilegiados consiguen la aceptación de unos pocos. Como si el arte no fuera cultura, como si no debiera, por derecho y por deber, ser accesible. Así, el sistema del arte se convierte en una performance falsamente desintencionada, en una competición donde gana lo más alternativo, lo más misterioso, lo más inabordable, creando un esperpento pretencioso en el que en realidad, todo es lo mismo. Donde todos, citando a Ana Iris Simón, se parecen hasta en pensarse distintos.
Samuel Almansa no intenta cambiar las reglas no escritas de dicha estructura. No pretende, mediante su obra, cumplir con el perfil prístino y singular que en muchos casos se le otorga al artista. Para él, pintar es un oficio más. El trabajo creativo e intelectual no está por encima del esfuerzo físico del electricista, el albañil o el camionero. Él se siente uno más de los numerosos trabajadores que de buena mañana paran a tomar café en el bar, aquellos que intercambian ideas y emiten juicios sobre los hechos que acontecen en la televisión que se oye de fondo, opiniones que Almansa escucha sin prejuicio, nutriéndose del espíritu de personas cuya visión del mundo dista de la perspectiva de la generación de Samuel y de la suya propia y, sin embargo, presentan un talante digno de reivindicar.
En alguna ocasión él mismo me ha comentado que la gente no suele entender el peso emocional que le suponen los ambientes en los que se mueve. De ser así, puede que mencionar el parque de su barrio sea la clave de este texto, de esta exposición, y del propio Samuel, para inferir realmente en lo que vemos en sus creaciones. Cada noche durante años, el parque ha sido – y de alguna manera sigue siendo – el epicentro de su bagaje emocional, allí donde ha forjado sus aspiraciones y su imaginario, formado por los neones, el volumen de los subwoofers, los besos con lengua, el ruido de las 45cc a varias calles de distancia y las noches de botellón. El mismo aerógrafo difumina la frontera entre idea y plasticidad, ya que le permite plasmar la percepción difuminada del momento y la evocación del propio recuerdo.
La obra de Samuel Almansa no tiene un carácter nostálgico, no busca sumarse a antiguas modas de los 90’s y 2000 que han vuelto a estar en boga en los últimos años debido, sobre todo, a las redes sociales. Por el contrario, el artista pretende mostrar que sus referencias visuales siguen vigentes, que aquello que representa no se trata de un revival, sino que éste forma parte todavía hoy de la esencia colectiva de los barrios de la periferia, de un carácter conjunto de diversas generaciones.
Como un subwoofer en un botellón es una reconciliación con la práctica artística como fin en sí mismo, sin pretender cambiar el mundo, solo reflejarlo y, de esa manera, evidenciarlo. A la vez, la exposición se plantea como un modo de insurrección contra lo artificial, donde la autenticidad de lo corriente se erige frente a lo presuntuoso.
Hablar de quién es Samuel Almansa es hablar de cada uno de los elementos que conforman sus raíces. Mediante las imágenes, los detalles y los momentos plasmados en el lienzo, el artista consigue homenajear la cotidianidad de los entornos que conforman su hogar.
Texto por Belén Martínez

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